EL ORIGEN JUDAICO DEL PRIMITIVO CANTO CRISTIANO

Cuando uno escucha por primera vez una pieza de canto gregoriano del siglo XII, tiene la impresión de verse frente a un tipo de música extraña y compleja, lejana a nuestro concepto occidental de música basada en estrofas rimadas y estribillos. En cambio si a lo que nos enfrentamos por vez primera es a una canción trovadoresca de la misma época, la sensación es la de estar escuchando algo antiguo pero propio. La razón de esa disparidad reside en que el canto llano cristiano (que abarca al gregoriano y a otras especies de cantos litúrgicos) no nace en el contexto de un entorno socializante y popular, sino que lo hace como un elemento litúrgico que, además, no es occidental.

Y es que el culto cristiano tal y como se configura en la alta Edad Media, es un injerto oriental en el sistema cultural de Occidente, debido a que los primitivos evangelizadores, aquellos que recorrían clandestinamente los puertos del Imperio, que se reunían en las catacumbas de las principales ciudades romanas, que eran martirizados en sus quemaderos y anfiteatros, eran antiguos practicantes de la religión judaica que tenían como lengua materna o el arameo o el griego. La mayor parte de las palabras que asociamos a la fe cristiana (Cristo, evangelio, catequesis, eucaristía, Pentecostés...) son griegas, pues en griego están escritos, los evangelios, el libro de los Hechos, las cartas y el Apocalipsis. 


Sin embargo en esos libros griegos aparecen cantos rimados cuya métrica no es greco-latina sino hebrea y que muy probablemente ya existían antes de la redacción de los evangelios. No olvidemos que entre la muerte de Jesús y la redacción del más antiguo de ellos pasan un par de generaciones, durante las cuales las primitivas comunidades cristianas se dotarían de elementos cultuales de origen judío. La elección del griego para la redacción de los textos neotestamentarios, se hace en función de la difusión que se persigue, por ser esta la lingua franca del Meditarráneo oriental, pero aún en estos libros aparecen palabras como amen, hosanna o aleluya, que los vinculan a su origen primero. No sabemos qué melodías podrían acompañar a aquellos cantos, pero seguramente también eran de origen judío.
              
Durante los primeros siglos de ese cristianismo clandestino se van configurando la mayoría de los elementos formales de la liturgia cristiana a imagen y semejanza de la liturgia hebrea: Carácter asambleario (la propia palabra iglesia significa asamblea en griego), ritual de las horas de rezo, protagonismo de las lecturas... El elemento judío no es sólo mayoritario entre los primeros evangelizadores sino que también lo es entre las primeras generaciones de creyentes; se da la circunstancia de que la proliferación de comunidades cristianas por todo el Imperio es simultánea a la Diáspora, de modo que durante algunas décadas el cristianismo es visto por los romanos como otro culto oriental más.
             
Tras las numerosas conversiones en Roma, se abre el Mediterráneo occidental a la nueva fe cuyos cultos empiezan a realizarse en latín, especialmente entre las comunidades del norte de África por entonces principal foco secundario en el oeste del Imperio. Sin embargo hasta bien entrado el siglo IV se seguirá dando una situación de bilingüismo, algo parecido a lo que sucedía en la era contemporánea antes del Concilio Vaticano II. La Diáspora llevará por tanto una liturgia y unos elementos líricos y melódicos de raigambre judía, aunque con el tiempo dichas melodías generarán una gran cantidad de variantes regionales que no alterarán las primitivas formas esenciales.
             
Una de las características fundamentales desde el punto de vista musical es la cantilación, método de amplificación de la palabra dentro de un número reducido de sonidos y regulado por el ritmo verbal (algo parecido al fraseo de la megafonía de un supermercado o la retransimisión de un evento deportivo). En el caso concreto de los cultos judíos, las fórmulas recitativas son enseñadas y reproducidas miméticamente, y en una escala musical oriental arcaica, posiblemente de origen babilonio, de  intervalos inferiores a un semitono. La estructura musical es silábica, lo que quiere decir que cada sílaba de cada palabra le corresponde un sonido de la melodía.

Es así como se interpreta la salmodia, cuya forma poética no está basada en el número de sílabas o en la acentuación de ellas, sino en el paralelismo de los versículos. La misma idea es repetida con frases similares pero con distintas palabras; los textos literarios más antiguos de la Humanidad, los himnos sumerios del III milenio a.c., están estructurados de esta manera.

Los testimonios litúrgicos de los primitivos cristianos confirman la evolución del canto a partir de la salmodia, y las fuentes externas coinciden en señalar que las actitudes cultuales de estos primeros creyentes son coincidentes con los elementos fundamentales de la liturgia judía: Preeminencia de la figura del lector-cantor, cantos alternos entre éste y la asamblea, etc.

Esta raíz se va matizando con la emergencia de la himnodia, basada igualmente en los salmos pero atendiendo a la presencia de sílabas tónicas y largas, abriendo el paso a la versificación acentuada. El padre de este género es San Ambrosio que adapta el pie yámbico (alternancia de sílabas largas y breves) a melodías preexistentes más cortas y fáciles de aprender, quizás de inspiración popular para su uso antifonal (por parte de un coro de feligreses que responde al cantor), de modo que en lo sucesivo la música podrá preceder al texto que gracias a este método compositivo permitirá la creación de himnos ad hoc. Gracias al florecimiento de la orden benedictina las innovaciones ambrosianas se van extendiendo desde el norte de Italia al resto de la cristiandad.

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